jueves, 30 de septiembre de 2010

Al trote, al trote, al trote

Sensaciones magníficas casi olvidadas: comprar la botellita de agua, asegurarse de que el mp3 está cargado, regresar a ese parque, al lago, aparcar debajo de los árboles, estirar los isquiotibiales, empezar a caminar, buscar un ritmo alto (voy a seguir al pie de la letra las instrucciones de la fisioterapeuta), mantenerlo, cruzarse de vez en cuando con morenas importantes, admirar la precordillera y el perpetuo sol local, buscar el camino de tierra para evitar el asfalto, darme cuenta de que voy rápido y no duele, ¿cuánto llevaré ya...?, cambiar de disco, empezar a gozar del flujo de endorfinas en la sangre, recordar los meses madrileños de horizontalidad forzosa, la impotencia, los pinchazos diarios de heparina, caer en la cuenta de que puedo volver a pescar, especular con alguna aventura primaveral, darme la vuelta para evaluar completamente a otra morenaza, empezar a contar cuánto queda para correr esos 500 metros bautismales (sólo cuando haya caminado cinco kilómetros a buen ritmo), volver al asfalto porque voy pisando las talones a un señor que camina con su perro exactamente a mi velocidad, las manos llevan ya su propio ritmo, cuatro por cuatro, y de repente, cuando veo por segunda vez el cartel que dice "500 metros", los dos pies se despegan del suelo y resulta que estoy corriendo, trotando, estoy adelantando a caminantes, seis meses sin sudar, y el cerebro es definitivamente una rosa que ya no sabría qué contestar a la pregunta de si quiero volver al fútbol o no.

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