viernes, 12 de noviembre de 2010

Un pez llamado Isabela



Al ex futbolista amateur, que ya no juega partidos los domingos, se le abren  nuevas posibilidades; y vuelve a la pesca como quien regresa a la casa de campo de sus padres tras un par de lustros de aviones, borracheras playeras y gafas de sol. Hace sol en el oeste, y al pie de la montaña experimentamos un olvidado placer de excursionista que conduce sin prisa con el coche lleno de sillas, nevera y parrilla nuevas; las niñas, detrás, con los cinturones bien ajustados, conviven asombrosamente bien con un disco islandés; la mañana es espléndida; paramos a comprar un costillar y me descubro bailando en la calle con una princesa de cuatro años. Un par de horas después, la carne está casi lista, las niñas corretean por la hierba, la luz se filtra entre los álamos y las cañas reposan plácidamente en la orilla.

Dejó dicho un erudito resentido que "el infierno son los otros". El lago es grande, y nuestra única compañía dominical es una familia de tres miembros al otro lado del agua. Evidentemente, no es su primera visita a la zona: clavan peces con frecuencia y cierta ostentación sonora. Pero no han traído una sacadora, así que el padre o el hijo corren periódicamente hasta nuestro campamento base (cerca de unos bancos y mesa de piedra, junto a un fogón) para pedírnosla y culminar con éxito el último trance de la pelea. No puede ser su primera visita a la zona, porque nosotros todavía estamos tratando de encontrar la profundidad adecuada para colocar la alfalfa y deparar a las niñas el primer pez de su vida. El asado está preparado, así que suspendemos toda actividad paralela durante un largo rato.

Concentrados en la carne y el vino fresco, no nos hemos apercibido de que un pez grande (probablemente víctima de nuestra sacadora) cuelga, ensartado con un alambre por las agallas, del parachoques del coche de nuestro compañero de pesca, a quien a partir de este momento nos referiremos como el australopithecus. El pez cuelga, aparentemente inerte, del parachoques y nosotros apreciamos su belleza desde la mesa de madera. Una de las dos niñas suelta su tenedor y rompe el silencio: "¡Está vivo, papi!" Grita con una alegría irrecuperable. Y nosotros sólo requerimos otro estertor del pobre bicho para comprobar que, en efecto, la niña tiene razón: el australopithecus no ha considerado necesario matar al pez y ahorrarle un par de horas de agonía vertical a la sombra de los álamos. En las cabezas infantiles el asado ya no importa. Vuelan. Hay una misión imposible mucho más importante que pescar o comer o contemplar la belleza quieta de la sobremesa: salvar a Isabela. El pez, en su noble silencio, ya tiene nombre y enfermeras.

La tarde se ha bifurcado definitivamente en la algarabía salvadora de las niñas, por un lado, y nuestro afán didáctico (pero no solo) por pescar (y devolver al agua) algunos peces de la familia de Isabela. Entre la sonrisa del australopithecus y nuestra mirada relativamente preocupada hay un abismo insalvable: en ningún momento de la tarde se preguntará, ni siquiera por un segundo, qué hacen las niñas dando agua y alimento (alfalfa) a su pez capturado. La estampa no deja de ser tierna: el esfuerzo continuo de dos niñas inocentes por salvar una vida ya perdida. Las botellas rellenadas con agua del lago ("papi, ¿me llenás la botella?") refrescan, suponemos, la garganta del pez, cuyos estertores periódicos provocan gritos de felicidad infantil. Nosotros, mientras, seguimos sin clavar un solo bicho. Habíamos evaluado la opción de matar a Isabela para evitarle sufrimientos y explicar a las niñas los motivos de nuestra acción, pero no queremos pasar a la historia como unos sanguinarios: hay que permitir el espectáculo de la agonía iluminada, mitigada, por dos almas inmaculadas. Esquivar la razón,  sumarse al discurso dominante y aguardar el momento adecuado para transmitir alguna enseñanza sobre la pesca y los ciclos vitales.

En medio de nuevas exclamaciones,  el australopithecus se acerca de nuevo a toda prisa por la orilla, mientras su hijo, enfrente, sujeta a duras penas otra buena pieza con la caña. Pasa al lado de las niñas (y de Isabela) y apenas logra emitir un leve gruñido, sin perder su sonrisa. Se lleva la sacadora, da las gracias y sale corriendo, feliz, enteramente ajeno al pequeño drama que se desarrolla en la parte trasera de su todoterreno.