sábado, 25 de diciembre de 2010

Soldado raso

La tarde va refrescando el ambiente bajo el parral del Negro, y una vez comprobada la viabilidad de la conversación grupal se produce ese momento mágico en el que todo el mundo hace lo que le da la gana sin dejar de compartir el tiempo y el espacio. Es un momento idóneo para fumar un cigarrillo, pensamos, el primero del día (las seis de la tarde), y nos adentramos en la casa para buscar unas cerillas y salir después, sin ser vistos por la niña, a través de la puerta principal que da a la calle, esquivando el jardín. Todo parece irnos bien, como a un Clouseau andino en plena operación encubierta, hasta que escuchamos las palabras de la centinela universal: "Quiero jugar con vos, papi". [subtexto: Quiero jugar con vos, papi, por lo que el cigarrillo, que además te hace daño, te lo fumás en otro momento]. La niña tiene una bola de tenis en la mano. Petrificados en el salón, a solo cinco metros de la meta, evaluamos vertiginosamente nuestras opciones (el cigarrillo escondido en la mano derecha, las cerillas acusadoras en la izquierda) y tomamos, sin que sirva de precedente, la decisión correcta: "Magnífico, preciosa. Vamos".

La parte asfaltada del jardín del Negro es alargada y estrecha, perfecta para un partido de dos contra dos (de niños no mayores de diez años) en el que se permita jugar con las paredes como aliados que jamás te fallan una devolución rápida. La gente sigue charlando en la mesa, se oyen risotadas, ha aparecido el mate, y en la parte asfaltada del patio sólo hay una niña de 5 años y un señor de 37 con el peroné reconstituido y una duda no resuelta. Cada uno ocupa un extremo del espacio y defiende una portería imaginaria, pero una juega y el otro piensa, rumia, hasta que se ve obligado a dormir la pelota de tenis a media altura con el empeine y le invade una extraña emoción. Nos preguntan a lo lejos si queremos media lunas, pero ya estamos afinando los disparos (suaves, infantiles, rasos) al punto en el que estaría el poste imaginario de la cancha del Negro. Uno de esos suaves disparos cruzados se le escapa de las manos a la niña, y la extraña emoción se desnuda en un grito exagerado de "¡¡Gooool!!"

La niña juega de todo y ahora se viste de negro: "Pero papi, no vale, el gol salta..."

"¿El gol salta...?"

"Sí, papi, tiene que levantarse la pelota... Si no, no vale"

En el imaginario de la niña no cabe el gol a ras de tierra, y parece totalmente consciente de que esto es un simple entrenamiento, que seguimos a medio gas, deshojando la margarita, viendo demasiados partidos del Villarreal, rememorando aquel cambio de ritmo de Barrio Parque. El gol salta, papi. No se aceptan medias tintas.

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