martes, 18 de mayo de 2010

"Pedro Cifuentes, peto blanco"

En Rochela, el bar colombiano de Malasaña que últimamente hemos convertido en el salón de nuestra casa, vemos las finales de la Liga y de la Copa del Rey y nos vamos preparando para el Mundial ("esta vez sí, esta vez sí..."). Entre cervezas y bandejas paisas, un amigo me previene oportunamente contra la tentación de reinventar el pasado en este blog; dice que no vale estar todo el día recordando (o fabulando) si la tocaba bien o no, cómo llegué a jugar con dignidad hasta los 36 años, el aprendizaje defensivo, etc. Nos partimos de risa, por supuesto. Y al día siguiente, en Extremadura, mis primos me recuerdan una anécdota que, juro, había olvidado: aquella prueba con el Real Madrid infantil cuando yo tenía 11 años y Ramón Mendoza acababa de aterrizar en el Bernabeú.

Hago memoria y del cerebro empiezan a salir chispazos como truchas asustadas: yo era un niño gordito y lento, hacía frío, fuimos en excursión a la Ciudad Deportiva con mi hermano Jaime y mis primos, vimos a Antonio Maceda salir del entrenamiento en un Dos Caballos, nos metieron en un vestuario, unos señores de la edad que tenían entonces mis padres nos dieron tres o cuatro consignas ("lo importante es divertirse", "no intentéis regatear a todo el mundo"), después leyeron una lista de nombres, fueron asignando petos azules y blancos a unos niños nerviosos y silenciosos, nos llevaron a un campo de arena sin redes en las porterías.

Del partido no recuerdo lo que desde hace lustros es un gag familiar inmortal, mi hermano motivándome a gritos ("Mueve el culo, Pedro") entre las risas de mis primos. Recuerdo que había un chico rubio algo mayor, preadolescente y fuerte, que dominaba la escena absolutamente y parecía Fernando Redondo. Recuerdo que los 'ojeadores' de la edad que entonces tenían mis padres sólo nos miraron jugar los primeros veinte minutos y se retiraron después. Y sobre todo recuerdo perfectamente algo que nunca nadie me ha creído desde entonces (y han pasado 25 años): justo al final del partido me cayó un balón perdido en la banda derecha, regateé a dos niños cansados (uno hacia fuera, junto a la cal, otro pisándola hacia dentro, yo quieto, aprovechando su atolondramiento) avancé hacia la línea de fondo, miré al tendido y di medio gol a otro chico gordito que entraba en el área por el centro, desmarcado. El chaval la enchufó por bajo, fuerte, y empezó a gritar como un loco. Le vi correr hacia donde estaba yo y me dio un abrazo tremendo, entre lágrimas, como si se se hubiese ganado, quizá, un hueco en la historia.

Salí de aquella Ciudad Deportiva con el ánimo entre algodones. Según cuenta mi hermano, a la salida nos encontramos a Hugo Sánchez en un deportivo descapotable y él le pidió un autógrafo enfáticamente. "¿Cómo se pide?", respondió el mexicano. Mi hermano le miró y se marchó con la música a otra parte.

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